Habitación 32
Viajando a Ambato el bus se descompuso en el camino. Tenía previsto llegar a las 10 de la noche pero por el transbordo terminé arribando a las 2 am. Le pido al taxista que me lleve a un hotel cerca de la zona donde tenía que estar en la mañana. Me deja en el Hostal Madrid; le pregunto si es fresco el lugar y me dice que si, pero que el Emperador, el que está al lado, no lo es. Pregunto por una habitación sencilla en el Madrid pero todo está lleno; voy al Emperador y si hay disponibles.
Mientras me registro, una pareja recién duchada abandona el lugar despidiéndose. El cuarto que recibo está en el último piso. Intento dormir arrullado por los gemidos de placer y palabras calientes que vienen indistintamente de diferentes habitaciones. Creo entender mejor en donde estoy, a donde la noche me trajo: un lugar de mala muerte, pero de buen polvo. Apenas había conseguido dormir cuando me despierta la voz de un hombre hablando a gritos con alguien. Me paro para ubicar mejor la procedencia del sonido, viene de la habitación contigua. Él está borracho, y la pálida voz de su interlocutora apenas se escucha, por lo que me es difícil entender el diálogo. Intento ignorar esta conversación, pero el hombre grita y dramatiza tanto que exasperado me visto y voy a golpear su puerta. No se con lo que me voy a encontrar.
Abre la puerta un tipo robusto y moreno, con la cara desencajada y los ojos llorosos. Le explico que estoy en el cuarto de al lado y que sus gritos no me dejan dormir. Me mira como si todo fuera un sueño, pero se disculpa y me invita un trago, mostrándome una botella sobre una silla de plástico. No veo a nadie más en la habitación, por lo que le pregunto con quién hablaba… con Vicky, mi mujer, me dice señalando la otra silla más al fondo en donde reposa su celular en videoconferencia. Alcanzo a distinguir en él a una chica con un vaso en la mano. Soy vendedor -me dice él con acento costeño- y llevo ya dos semanas en esta ciudad. Aún no puedo irme, pero es mi cumpleaños y lo estoy celebrando con ella. Se tambalea un poco, los tres nos quedamos un instante callados y creo que hasta Vicky, donde quiera que haya estado, pudo escuchar de fondo a una mujer quejándose como en una larga agonía. Ese es el verdadero canto de las sirenas, me dice el cumpleañero. Su mujer ríe desde su no lugar en la pantalla. Me despido de ambos sabiendo que tardaré en dormirme.
Esa madrugada soñé con laberintos de espejos y ecos enjaulados.
Crónica del CAI
Nuevos talleres de performance con chicos en situación de reclusión. Cuando para ingresar a estar con ellos tienes que dejar todo extra en la entrada, y sólo te queda el cuerpo y la palabra. Cuando te encuentras con realidades y problemáticas diversas, profundas que sobrepasan tus imaginarios y experiencias previas. Cuando te das cuenta que hablarles de nuevas masculinidades tiene más sentido que hablarles de arte actual; o te reafirmas que el arte es un pretexto para aportar en contextos específicos. Cuando tu presencia ahí es una continua mediación entre el ser, el deber ser, el querer ser y el sistema institucional de control y disciplinamiento. Cuando la primera puesta en escena que realizan te desgarra por la historia ahí implícita, desde sus vivencias y registros corporales/emocionales propios. Cuando toca no sólo reprogramar contenidos y ejercicios de acuerdo a sus acciones y reacciones, a las intensidades e imprevistos, sino reinventarte a ti mismo, en ese momento.
Veintitrés chicos y “el profe” en un espacio reducido, cerrado. Hacemos un ruedo, están expectantes al siguiente ejercicio. Todos tienen un tatuaje, una marca, una cicatriz, un piercing en el cuerpo. O varias de estas improntas a la vez. Que hable el cuerpo sobre el cuerpo, les digo, les invito, les provoco. Cada uno hará una acción al centro que cuente una historia alrededor de sus registros corporales. Hay una mezcla de duda, tensión, miedo, adrenalina. Quiebra el silencio una voz al fondo; uno de los más avezados grita: ya pues profe, empiece ud. sobre la cicatriz en su cara. Salgo al ruedo, revivo esa noche, aliviano sombras. Me preguntan detalles, hablamos de la calle, de la muerte, de las muertes. Se rompió el espacio escénico, poco a poco se van animando. Y terminan contando, develando más allá de lo pedido. Historias íntimas son escritas en el ruedo con sus cuerpos, gestos, movimientos y emociones. Suena la campana, les toca hacer fila y numerarse. Uno de los más tímidos tarda en salir. Me acerco, le preguntó cómo se sintió. Para mi fue otra manera de llorar, me dice. Pero también de cantar, le digo. Salimos.
Tránsitos
Me dice que tiene una enfermedad crónica. No me da más detalles. Al rato los combos de cerveza ayudan a soltar la lengua: depresión y ansiedad. Toma pastillas bicolores cada día. Salimos del cuasi antro de la Foch sin saber a dónde ir. Después de las dos de la mañana Quito se cubre de una pátina de aburrimiento. Me pide que busquemos donde refugiar las ganas hasta la madrugada. Recordé de un “amanecedero” más al norte. Hermosa palabra, hermoso estado. Súbete a un taxi en la zona pasadas las dos y dile que te lleve a un amanecedero. Seguro alguno lo hará.
Llegamos, y donde debía haber jardines brotando del desierto encontramos policías sacando gente. Un solitario borracho nos avisa que más abajo hay otro similar. Caminamos hacia allá mientras tenues gotas empiezan a caer sobre nosotros. A lo lejos vemos una nube de globos posada en la vereda, al lado del lugar. La puerta que buscábamos está cerrada y clausurada con un sello. La lluvia caía sobre los globos blancos provocando una rítmica tonada. Ese extraño palpitar era lo único que escuchábamos en toda esa calle, en toda la ciudad que agonizaba.
- Si no fuera por las pastillas creo que sería una niña temblando, cual hoja al viento, me dice. Y agrega: pienso constantemente en la muerte. Le digo que en verdad ella nos cuida. Siempre la he pensado, la he sentido así. Ahora llueve más fuerte. ¿Paramos un taxi o nos abrazamos?. Entendí que ambos buscábamos un callejón donde soñar una salida.
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Falco (Fernando Falconí)
Artista transdisciplinar, gestor cultural, docente y artivista.
Me dijeron que estoy enfermo de arte. Lo pensé y tenían razón. Y si, el arte es también una enfermedad, me dije. Pero no se es si es una enfermedad que uno escoge. O te escoge.
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