El hombre en la ducha no abre los ojos. De contextura ancha, bajo de estatura, edad cercana a la vejez, escenifica el momento de disfrute de un cuerpo derrotado. Bajo el chorro de agua que golpea la espalda, las nalgas que las deja ver, las rodillas abultadas, la cabeza que semeja una sandía, el hombre mantiene un gesto de beatitud que quizás, en este caso, no sea más que un estado de bienestar. La ducha es su mejor carta de presentación, pues allí parece darse a conocer. Un hombre que ha cumplido con la vida, que hizo y cuidó una familia, que encontró medios para subsistir. El tiempo que se toma en la ducha es igual a cuando está en la piscina. El hombre nada sí, pero parecería que lo hace por obligación. En la ducha es menos solemne y recupera el semblante de naturalidad. Este hombre es un cuerpo sin vanidad y no importa detallar su belleza que no la hay. El agua caliente es su recompensa y bien lo sabe él.
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Encuentras escrito a lápiz las palabras dios y cafetera. Es un trozo de papel que has guardado en la billetera y no recuerdas desde cuándo. Sabes que las palabras no te han molestado en el sentido de abultar la billetera o quitar lugar a monedas y billetes.
Una palabra escrita vale poco si no se entiende su significado. Alguien que no sepa leer el castellano no podrá imaginarse a una persona llevando en su billetera a dios y una cafetera. Un trozo de papel con unas letras no debería inquietar a quienes dan por inaudita la relación dios y cafetera. No hay manera de relacionar un concepto abstracto con la denominación de un objeto, podrían argumentar, y aún en el caso de seguir las estrategias surrealistas de juntar un paraguas con una tabla de planchar, bien se cuidan de dejar a dios en su puesto.
Determinas, entonces, la necesidad de una premisa para dar sentido a las palabras en el papel. Y por el día de hoy te quedas con el interrogante de dios con la cafetera o ésta sin él.
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Prefería dirigirse a alguien en particular para enunciar una sentencia. Los temas podían tratar sobre la brevedad de la vida, la consecución de la felicidad o el disfrute del ocio. Como se entenderá, era un hombre de edad de aquellos que hablan con pálpitos de corazón. Se podría señalar la ventaja de la experiencia en tratar asuntos como éstos, que lejos están de ser tribulaciones en los jóvenes o en personas camino de la adultez.
Sorprende, sin embargo, lo poco que él ha dicho sobre el valor o reconocimiento de la experiencia, o sobre su capacidad en determinar verdades y premisas. Un cúmulo de saberes adquiridos en la existencia no necesariamente constituye un bagaje importante en determinar causas o principios para vivir en felicidad, gozar del ocio y hacer de la vida lo menos breve posible, podríamos decir por él.
La experiencia del pensador le pide seguir pensando, pero no se atreve a decirle dónde y cómo debería actuar. La experiencia sabe más por vieja, pero no siempre es una vieja despreocupada y feliz.
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Pablo Barriga
Me motiva trabajar cuando tengo una idea.
pbarrigac@hotmail.com